martes, 27 de febrero de 2018

¿Dónde has dejado la mirada del niño? Jorge M. Molinero




AHORA QUE
sólo disfrutas de los efectos
   especiales. Ayer no importaba
que el paisaje fuese un decorado, que
mientras manejabas se notase
en la luna trasera una ciudad grabada.

El guión, los diálogos, el humo

   del tabaco. El excesivo gesto
de sorpresa de Charlot, los guantes
tórridos de Rita Hayworth, el chico
con la chica, el reloj del romano,
el decorado de cartón piedra.
Dónde

    el inocente niño que se conmovía
con la muerte de Manuel el portugués.
Cuándo empezó a importar que
se vieran los hilos de la marioneta.

Necesitas el 3d para sentir
algo real. Explosiones, galaxias
lejanas, monstruos llenos de chips
abandonados en un croma.

Qué fue del beso final,  del chico
con la chica, de la sábana que te dejó
una semana sin dormir. Dónde

la mirada del niño hoy que buscas
sobredosis de realidad.




lunes, 26 de febrero de 2018

La dulce. Patricia Maestro

Irma la dulce (1963), by Billy Wilder


Soy un personaje en blanco y negro
entre colores, anacrónica.
La dulce, secando sus medias verdes en la buhardilla.
Ese tócala otra vez Sam.
You’ll be a woman soon bailando sin un mañana.
El obrero con tics que sale de la fábrica.
La idealista que cogió aquel tren y cantaba a Nina Simone.
El chico que primero se subió al pupitre.
Holly, buscando a su gato entre la lluvia.
Las manos de Eduardo, sin poder amar.
Soy la niña fiera y la del tejado de zinc.
Sasha y Nicole, háblame de amor.
El viñedo entre las nubes.
El maestro de escuela al que abofetean por defender la libertad.
El tocadiscos que sonaba tras las rejas
Buenos días, princesa.

domingo, 25 de febrero de 2018

Por las manos. Sonia Rico

Antoine and Colette (1962), by François Truffaut

Jacqui agarraba con fuerza la mano de Jim. Solo cuando agarraba algo de esa manera se sentía segura momentáneamente porque sus manos no temblaban. 

Jim apretaba sus manos de vuelta, con más fuerza y ella podía sentir un leve dolor que le hacía sentirse más fuerte. Ojalá nuestro amor no se acabe nunca, se decía.

Jacqui nunca quería comprar palomitas, ni bebidas, ni que Jim las quisiera. No, que haces ruido y molestas a los demás, le decía. No, que luego no estás atento a la película, le advertía. Todo lo que ella quería era que Jim le cogiera las manos durante todo el tiempo, y que no necesitara las suyas para nada más que para tener contacto con ella.

Y así pasaba, una vez por semana, sus tardes en el cine con él. A Jacqui no le importaba la película, no prestaba atención al argumento. Solo le importaba que Jim la tuviera cogida de las manos en aquella oscuridad, juntos los dos, rodeados de gente que nos les importaba. Creaba su pequeño universo, su mundo de placer momentáneo sintiéndose toda suya, protegida y segura de que su enfermedad, el Parkinson, quizás, algún día podía empezar a remitir aunque solo fuera por aquellas dos horas que duraba el hechizo de la película.



sábado, 24 de febrero de 2018

Contrato vitalicio. Lia Katselashvili

L'arrivée d'un train à La Ciotat (1895)





El señor Dautron llamó a la puerta para poder entrar. No había nadie en el cuarto, pero consideraba que siempre había que pedir permiso. A los tres años, por no llamar a la puerta, había pillado a su tía materna arreglándose las enaguas, una imagen que le atormentaba desde entonces y que no le había permitido casarse y tener hijos. Puede que también fuera una simple excusa, porque su afición coleccionista le obligaba a elegir entre un matrimonio feliz con una señora sonrosada que le llenara de hijos o una estancia llena de tesoros, que aunque no te cuidaran en la vejez, te daban paz al admirarlos. Coleccionaba de todo —como solía decir él quitándole importancia—, tenía sellos sin mucho valor subdivididos en grupos: insectos, aves y máquinas del siglo veinte; estilográficas (algunas llevadas de casas ajenas en un descuido, que solía guardarlas en el cajón del fondo), cepillos para el pelo y relojes de cuco... también algún que otro objeto del bello sexo, que él creía que daban un toque femenino a su casa. 

Trabajaba en el Archivo Municipal de La Ciotat, un puesto que había heredado de su padre y en su mesa, después de treinta años, seguían los mismos papeles que el primer día de trabajo. Solía hacer el típico chascarrillo sobre ellos, que les había cogido cariño... De hecho, nunca pasaba más de media hora en su oficina, porque consideraba el trabajo algo nefasto y dañino para su salud. Pero que nadie se preocupe, su sueldo lo cobraba íntegro y a veces, una pizquita de más. A alguien puede sorprenderle, pero no hay nada corrupto en ello, era otra herencia de su padre, un héroe municipal, que había salvado a la gente del pueblo de unos directores de cine armados con cámara, que para dar mayor realismo a la escena, habían pretendido atropellar a todos con un tren. Lo que nadie sabía, es que, en ese cuarto en el que había llamado, el señor Dautron guardaba con celo el contrato firmado por su padre, en el que constaba como guionista de L'arrivée d'un train à La Ciotat.

viernes, 23 de febrero de 2018

Transmigración. Ana Pérez Cañamares

Birth (2004), by Jonathan Glazer,



Está bien, muy bien, tener a alguien
con quien hablar de todo esto.


De cómo bailaban las sombras
en el techo de la cueva.
De la visión de París sitiada
aquel siglo que nos despertamos vikingos.


El primer surco que sembramos.
En nuestros labios el nombre
del primer gato doméstico.


Amarillearon ante nuestros ojos
periódicos, anales, mapas y meninas.
Fuimos la deshonra de tierras vírgenes.


En mi carro escapamos de la peste
cruzando los puentes del Támesis;
del gueto de Varsovia me sacaste tú
bajo un uniforme de enfermera.


Nos hemos mirado de una hoguera a otra
antes de que nos abrasara el fuego.
De cruz a cruz, de paredón a paredón
establecimos sin hablar la siguiente cita.


Mi mayor miedo no es que un día
la transmigración nos abandone.
Pero si alguna vez se extinguieran los claveles
que en cada vida traes a nuestro encuentro
cómo voy a distinguirte entre todos.

No quiero ser normal si es normal el olvido.

jueves, 22 de febrero de 2018

Sin título. Manuel Llorente

Cinema paradiso (1988), by Giuseppe Tornatore



A Rosellini le apasionaba ir al cine
Pero sus bolsillos tenían pequeños 
agujeros negros que se descosían
con el transcurso del invierno, del tiempo.
De ellos no caían liras,
más bien alguna que otra factura de alquiler no pagada
y muchos sueños perdidos.
Por eso le apasionaba ir al cine
para arrugar la nota de la compra semanal
comprar el último asiento que nadie querría
sentarse en la sala oscura 
y soñar despierto.
¿Qué es si no la vida?
El soñar despierto
y hambriento
en un mundo sin luces
Que sale caro.

miércoles, 21 de febrero de 2018

Sabían demasiado. Miguel Ángel García González

Sabían demasiado (1962), by Pedro Lazaga



esta noche en el palacio de los deportes

lo mismo que aquel día en la pista de baile
cuando me metías la pastilla entre los labios
y los labios te sabían salados

el equipo de la Cruz.. formado por…

todas las luces azules de la pista de baile
los rollos de papel higiénico en tu mesilla de noche
el polvo, las pastillas, los cigarros

Lucy Palmer

algo estático que se repite siempre

ahora sale disparado el Guillermo Timonel

no quedarse en ningún canal a las doce del mediodía

Timonel

la sensación de haber recorrido la misma escena muchas veces

Timonel

repasar una y otra vez la misma escena

Timonel

y quedarse en el mismo sitio, la misma luz, lo mismo de siempre

coge la cabeza en estos momentos

hay algún hueco por el que se escape toda la luz en este preciso momento

en segundo lugar Fernando Saura y en tercero Ulán Sánchez

y poco a poco volvernos a ver como éramos

…el equipo suizo remonta

dos cuerpos que vibran uno al lado del otro

¡¡le han robado la cartera!!
que se engañan cuando pronuncian alguna frase

¡el ultimo sprint fin de carrera es de puntuación doble!

algún rayo que se salga del espectro, aunque solo sea uno


cocacola cocacola rica cocacola patatas fritas cocacola

martes, 20 de febrero de 2018

La mujer del lanzador de cuchillos. Rubén Lapuente

La fille sur le pont (1999), by Patrice Leconte



El cuchillo gira una vez
antes de reflejar
en su acero
la sien de la mujer
De quedarse
a un tris de la voz
En la cala de madera
a un grano de arena
de la cintura
Entre los muslos
timbrando
lo más lejano
lo más íntimo

Él arriesga siempre
hasta la cumbre del filo de su piel
Ella es una diana
entregada
esperando en silencio
lo incierto
el azar…

Un leve reguero
de sangre
comienza a bajarle
por la pierna
El lanzador
mientras desclava
dolorosamente
uno
a
uno
sus destellos de plata
la ve sonreír…

El amor es un collar de rubíes
sobre la arena
que bajo su pie
ella demora
enterrarlo
un instante…

Mientras las luces de la noche
golpean las ventanillas
del carromato…
La mujer tomará
entre sus brazos
al hombre

como si fuera un niño

domingo, 18 de febrero de 2018

Mi corazón a las estrellas. Rolando Revagliatti





Cuando Pola Negri me abandona en 1928
cuando Ava Gardner me patea en 1937
cuando Tilda Thamar y Ana María Pierángeli
después de jornadas tan intensas (y extensas)
me desestiman en 1949
cuando Leslie Caron me aleja (según insiste,
    [por mi bien) en 1960
cuando Romy Schneider me repudia en 1972
    [acusándome
de competencia fortuita
cuando Isabelle Huppert y Hanna Schygulla
    [me descuidan
en 1984
yo quedo resentido
una y otra vez no aprendo
nunca aprendo
tanto o más vulnerable que en 1903
cuando lo de Sarah Bernhardt
abierto mi corazón a las estrellas
crudo exponente porteño
asistiendo conturbado junto a Boris Karloff
fuera de foco y en función fantasmal
en el postrimero cinematógrafo de mi barrio

a la caída en la cascada de La novia de Frankenstein.

sábado, 17 de febrero de 2018

La escena del jardín de Roundhay. Carlos Traspaderne






Es 16 de septiembre de 1890. A pesar de que tomó un tren de Dijon a París, monsieur Le Prince no ha llegado a su destino. Monsieur Le Prince había inventado el cine un par de años antes. No figura como el inventor oficial, evidentemente no se llama ni Lumière ni Edison, pero es el primero que ha capturado la imagen en movimiento. Había atrapado el tiempo con un armarito de madera de caoba en el jardín de los Whitley, sus suegros, en Roundhay, Leeds. Cincuenta y dos fotogramas, dos efímeros segundos en los que sus suegros, su hijo y una amiga dan vueltas en círculos como insectos en la noche. Diez días después hubo una triste noticia: falleció Sarah, la suegra de monsieur Le Prince. Pero por primera vez en la Historia, la señora Whitley iba a perdurar para siempre en aquellos segundos de plata quemada.


Monsieur Le Prince pensó mucho en aquello. En cómo su invento podía capturar a la gente como mariposas en un tarro, un recipiente que las preservaba como autómatas ejecutando el mismo gesto a perpetuidad. En los fotogramas esos señores saltaban y reían llenos de vida, adelante y atrás, tantas veces como se quisiera, pero ya estaban muertos, atrapados allí como el rollo de película entre los rodillos de su ingenio. Bueno, igual todavía no estaban muertos, pero pronto lo estarían tanto como lady Sarah y sólo quedaría de ellos esa vida paralela como espectros en la tira de Kodak.

Esos fantasmas del futuro atormentaban a monsieur Le Prince. Durante el día no; durante el día se dedicaba a perfeccionar su máquina, a patentar sus diferentes mecanismos, a intentar hacer pública su maravilla. Pero durante la noche pensaba en los casi vivos casi muertos que poblaban sus películas. Los habitantes de Leeds desde el puente, su hijo tocando la misma melodía inaudible con el acordeón una y otra vez. Sobre todo pensaba en él mismo allá dentro, encerrado. Dando vueltas eternamente, adelante y atrás. Eso le hacía recordar cuando de niño aprendió del propio Daguerre su técnica. Hacer un daguerrotipo, una fotografía, era como esculpir en el tiempo, algo digno e inmutable, pero algo que ya no estaba vivo. Venían a su memoria los retratos que había hecho a la reina Victoria, con ese mismo semblante que no cambiaría en sesenta y tres años de reinado. Fueron enterrados con gran pompa bajo los cimientos de la Aguja de Cleopatra, junto al Támesis. Una cápsula del tiempo, lo llamaron. Sus fotos viajarían al futuro proyectadas por un monolito con más de tres mil años ya a sus espaldas, pero sólo señalarían el hueco dejado por un cadáver. En ese momento, monsieur Le Prince entendió que las fotografías eran pequeñas muertes que aseguraban nuestro recuerdo, pero que no nos resucitaban para regalarnos otra vuelta en el jardín de Roundhay.

«No profanar el sueño de los muertos»; la frase acudía con frecuencia a su mente en el estupor de la vigilia. Desde luego no era buena idea levantarlos de sus tumbas, adelante y atrás, otra vez vivos por el capricho de la técnica. Sin embargo, las tribulaciones de monsieur Le Prince no atendían a las del ingenuo salvaje que creía su alma robada por un invento infernal. Él era un científico, un positivista, y no estaba para supercherías bobas. Sus preocupaciones eran más hondas, más éticas si se quiere. Pero mientras tanto otro pensamiento se colaba como un rayito de luz dentro de la cabeza de monsieur Le Prince. Era un haz tenue y enseguida se apagaba, pero qué tentador era.  

Durante aquellos años perfeccionó su artefacto hasta estar listo para ser presentado en Nueva York. Su círculo le animaba, convencidos de que la proyección de aquellas imágenes vivas le reconocería como el más grande inventor de su tiempo. Pletórico, monsieur Le Prince no pensaba en otra cosa durante el día, pero de noche el rayo de luz se hacía más y más potente, quemando sus pensamientos. Cuando tuvo el artilugio proyector listo se decidió. Embarcó a Francia, a Dijon, a visitar a su hermano. Cuando volvió a verle después de tanto tiempo, tan parecido a él como si hubiera podido vivir su vida, ya no le quedó ninguna duda.

Es 16 de septiembre de 1890. A pesar de que tomó un tren de Dijon a París, Monsieur Le Prince no ha llegado a su destino. No lo hará nunca. Jamás se encontrará rastro ni de él ni de su equipaje. Scotland Yard abrirá una investigación, sin concluir nada. Se especulará que lo ha matado su familia por la herencia, o Edison, para evitar que patente el cine antes que él; Thomas Alba siempre ha sido un villano muy convincente. Pero sólo monsieur Le Prince sabe lo que ha pasado. Se ha quedado a vivir en sus películas, adelante y atrás, para siempre.

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